jueves, 21 de abril de 2011

Cabecita de niño

Noviembre de 1997 / Por Roberto Cruzpiñón

Son dinosaurios, Capitán.
Juego con mis tres hermanas menores en la casa vieja de mis padres donde nací. Frecuentemente estamos solos porque ellos atienden su negocio en la zona comercial de la ciudad.
Cuando abro los ojos, veo los rostros de mis hermanas. Fingen seriedad y contienen la risa para que yo no adivine quién de ellas dijo la frase con voz distorsionada.
- Fuiste tú.
- No, no.
- Tú.
- Tampoco.
El juego, antes divertido, se torna insulso, pesado. Invento otro: esa Navidad, todos vomitaron después de cenar el pavo horneado al que rocié con polvos para matar ratas.
- Fue sólo un juego, papá.
Soy el primogénito y me corresponde la responsabilidad ante mi padre.
-    ¡Preparen ¡Apunten
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Mis hermanas caen pesadamente sobre el césped del jardín. Yo soplo mi dedo índice que es la pistola humeante del ejecutor.
Otras veces, somos los personajes de los cuentos. Me cubro con la zalea blanca que tiene mi madre sobre el sofá de la sala. Me pongo las botas de mi padre y correteo, hasta un rincón, a las caperucitas de mis hermanas.
- ¡Qué manos! ¡Qué orejas! ¡Qué dientes! ¿Qué es esto tan grande? Preguntó caperucita.
Mis hermanas gritan, ríen. No me señalan las enormes botas negras que calzo.
-  Son tus pompis.
Y todos reímos.
- ¿No te da vergüenza andar así?
Mi padre me zarandea, me arrebata mi disfraz de lobo. Entonces, como mi perro no sabe manejar, lo llevo de paseo por la ciudad en mi coche de pedales, y persigo a mis hermanas tratando de atropellarlas. Ellas huyen, despavoridas. Mi perro ladra. Y yo río.
Los dejo y me trepo a un árbol frondoso, donde los gorriones caen de sus nidos, muertos de asco. Ahí permanezco, acomodado en una de las ramas, durante dos días seguidos, observando. Padezco hambre y sed en mi refugio.


- Vecino, présteme su telescopio.


Es que hay una nube que no me deja ver si la casa de enfrente es mi casa. Está pintada del mismo color amarillo. Tiene las mismas ventanas, de cortinas blancas, de encaje, y parece que huele a vómito de pavo horneado.


Hasta ahí, llegaron veinte niñitos que tocan a la puerta. Entre ellos, estamos mis hermanas y yo. Mis padres nos hacen entrar uno a uno, con amabilidad. Adentro, dos ogros hambrientos nos persiguen. Los veinte niñitos corremos. Gritarnos.


Mis hermanas y yo, nos escondimos en el refri.  Hace frío. Huele a leche descompuesta que sale de cuatro biberones verdes. Entreabrimos la puerta del refrigerador y vimos corno dos enormes cabezas rodaron por la escalera y llegaron frente a nosotros. Nos miran. Tienen ojos rojos y sus bocas mastican cabecitas de niños.
El cuarto, en penumbra, se iluminó con el chasquido del interruptor de luz. El psiquiatra cerró su libro de notas, Apagó la pequeña lámpara del escritorio. Anotó en su agenda la fecha y la hora de la próxima cita. Y lo despidió. El hombre bajó en silencio la escalera y salió a la calle, al bullicio de la ciudad. Dos sombras lo flanquearon cuando caminaba por la acera. Se alejó conversando amigablemente con ellas. ¡Eran Batman y Robin en persona!

1 comentario:

  1. Hecho en un taller de escritura creativa, si no mal recuerdo. Recuerdo que se sentía particualrmente orgulloso de este cuento.

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